Por Alberto Begné Guerra
La escalada de violencia del crimen organizado ya no es, por desgracia, una novedad, pero lo cierto es que en las últimas semanas se ha agudizado a tal extremo que si no somos capaces de asumir este desafío como una responsabilidad de Estado, compartida por gobiernos, partidos y sociedad, no hay nada que asegure su contención y, menos aún, su superación. Y es que además de la extendida percepción de vulnerabilidad —y de los altos costos que ésta genera desde muy diferentes puntos de vista—, corremos el riesgo de transitar a una suerte de resignación colectiva donde este fenómeno absolutamente destructivo empiece a ser visto como parte de una nueva normalidad.
Ahora que contamos con más información sobre los autores, móviles y operación del asesinato del comisionado de la PFP, Édgar Millán, resulta más que evidente el enorme poder corruptor y el alto grado de infiltración de las fuerzas de seguridad pública por parte del crimen organizado. El comisionado Millán, de acuerdo a las investigaciones en curso, fue víctima de la venganza de narcotraficantes y la traición de agentes o ex agentes de las propias corporaciones policiales. Pero el negocio del tráfico de drogas no sólo involucra a policías y ladrones. Se trata, efectivamente, de un mal que atañe a distintos segmentos sociales, actores políticos y agentes económicos.
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miércoles, mayo 14
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