Eric Uribares
De confirmarse las hipótesis existentes sobre los hechos de violencia ocurridos la noche del 15 de septiembre en la capital del estado de Michoacán, estaremos ante una declaración formal de guerra contra el Estado mexicano.
No es casual el lugar de las explosiones. Todo indica que representan una acción premeditada y estratégica por parte del crimen organizado. Políticamente, Michoacán simboliza mucho: es el estado natal del presidente de la República, pero es un estado cuyo gobernador llegó al poder mediante una coalición de izquierdas y, ante todo, una de las entidades más golpeadas por crímenes relacionados con el narcotráfico en años recientes.
Parece que acertaron quienes hace tiempo veían una posible “colombianización” en la dinámica Estado-crimen organizado. La radicalización de las acciones contra la delincuencia por parte del gobierno de Felipe Calderón, no han amedrentado a las mafias, más aún, han obligado al perfeccionamiento de sus tácticas, al replanteamiento de acciones, a la modificación de objetivos.
En síntesis: el crimen organizado se halla en proceso de mutación, un cambio integral que abarca desde sus estructuras de mando, hasta la relación que guardan con el resto de la sociedad. Era de esperarse.
El Estado está en jaque y, todo jugador de ajedrez sabe que ante la amenaza tangible de perder la partida, los movimientos a partir de ese momento deben ser milimétricos, sesudos, valientes.
Desgraciadamente, el arrojo y la voluntad política han demostrado ser insuficientes para combatir la inseguridad y delincuencia que tanto laceran a la ciudadanía y la vida institucional del país. Al Estado le corresponde algo más que un llamado a cerrar filas, algo más que una condena enérgica y una movilización policial en busca de los culpables.
Si el crimen organizado está cambiando sus formas de actuar, algo parecido debería hacer el Estado. No se puede combatir con las mismas estrategias y el mismo ideario a un rival cuyos tentáculos de poder abarcan los ámbitos donde el propio Estado se desenvuelve y opera: los de la vida pública, los de las instituciones.
La percepción general de la ciudadanía, acerca de que el error del gobierno se halla en la mala aplicación de las estrategias policiales, es incorrecta; como incorrecta es la propuesta que deriva de dicha lectura. Ninguna estrategia policial, ninguna táctica anticrimen, ninguna política de seguridad funciona, si las instituciones encargadas de instrumentar el remedio descansan en la corrupción e impunidad, por una parte; y si se carece de programas sociales específicos, por la otra.
Corrupción e impunidad son el pilar de la crisis de inseguridad por la que atraviesa el país. Columna vertebral que, sin embargo, apenas se destapa. Si hay alguien que piensa haberlo visto todo, ese alguien puede estar equivocado.
La segunda etapa de la colombianización también se caracterizó por dejar al descubierto los tratos de miembros de la clase política con el crimen organizado. Eso comienza a suceder en nuestro país, y es probable que la inercia se mantenga.
Malas noticias, la situación es gravísima y no se ve en el horizonte ni si quiera, el esbozo de una solución. Y de eso, hay que hacernos cargo todos.
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